Al obispo de Lyon del siglo III, San Ireneo, se le atribuye la famosa enseñanza de que "la gloria de Dios es el hombre plenamente vivo". Con eso, quiso decir que Dios recibe Su gloria más completa de nosotros cuando hemos abrazado completamente la imagen y semejanza divina en la que estamos hechos y que vivimos abiertamente como reflejos de esa imagen gloriosa. Comprender el increíble destino de nuestra humanidad y estar a la altura de él refleja la gloria de Dios. Realizar plenamente nuestro propósito en la vida significa mostrar la grandeza de Dios.
Al celebrar la Asunción de la Santísima Virgen María, escuchamos de una visión celestial del Libro del Apocalipsis: "una mujer envuelta por el sol, con la luna bajo sus pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza.” ¡Qué gloriosa visión! Esta es verdaderamente una mujer "plenamente viva", que refleja la gloria de Dios mismo. Y esta es nuestra Madre María, la Madre de Jesús, la Madre de Dios. Una mujer completamente viva.
Isabel también comprende la maravilla que está frente a ella; excepto que ella no está mirando una visión celestial. Ella no está en un éxtasis etéreo. Más bien, está de pie ante su pariente, una humilde doncella de Nazaret. Sin embargo, incluso en esa humildad, María es una persona plenamente viva. Aquí está ella, embarazada del Hijo de Dios, el Mesías. Isabel expresa lo que también podríamos decir en presencia de la Madre de Dios: “¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme?”
María, plenamente viva, consciente del asombroso acto de salvación que Dios está realizando en ella y a través de su Bebé, es la gloria de Dios. Y para probarlo, entra en oración por nosotros: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador,”. Allí, la gloria de Dios resplandece a través de la absoluta humildad de María.
Entonces, incluso mientras celebramos la memoria de la Santísima Virgen María, este día de fiesta se trata en realidad de la gloria de Dios. El "Magnificat" de María es nuestra canción que proclama las grandes cosas que Dios ha hecho por nosotros. Al enviarnos a Su Hijo Jesús, Dios ha destruido el poder que el pecado y la muerte tienen sobre nosotros, nos ha restaurado la amistad con Él y nos ha dado un destino eterno de gloria, un destino que María no solo comparte con nosotros, sino que ya disfruta. Ella es nuestra esperanza, un recordatorio de que Dios también ha preparado un lugar para nosotros, y que nuestra vocación es también ser personas plenamente vivas, mostrando la gloria de Dios en nuestro mundo.
Cada noche, mientras la Iglesia reza su oración vespertina, proclamamos el Magnificat, todos los días. Es una oración, un himno y una profecía. Al rezar esta oración de María, nos damos cuenta de lo que realmente es estar plenamente vivo, como una vidriera perfectamente limpia, que permite que la gloria del sol no solo brille a través de ella, sino que también revele la belleza y la gloria del vidrio mismo. Cuando Dios brilla a través de María, cuando Dios brilla a través de ti, ella es vista como la creación perfecta que es. La gloria de Dios es María plenamente viva, y lo vemos hoy al permitir que la grandeza de Dios se vea en ella.
El Papa San Juan Pablo II eseñó, “En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama «mi alma glorifica al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador», lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre «por» Jesús, pero también lo alaba «en» Jesús y «con» Jesús. Esto es precisamente la verdadera «actitud eucarística».
“Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres, anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el Magnificat, en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la «pobreza» de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se «derriba del trono a los poderosos» y se «enaltece a los humildes». María canta el «cielo nuevo» y la «tierra nueva» que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su 'diseño' programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!”
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